La silla
06.06.2019
En 20 años cambió varias veces de dueño, de chef y de color de mantel, pero nunca dejó de llamarse El Almacén de la Sal. El restaurante ocupaba, perdón por la obviedad, un antiguo almacén de piedra volcánica que resiste, al borde del mar, desde que lo levantaran hace un siglo los Lleo Benlliure.
Playa Blanca nació como un poblado de pescadores del municipio de Yaiza. Después lo olvidó. Hoy funcionan diez hoteles ilegales, con orden de derribo, y una docena de agencias de alquiler de coches pero, décadas antes, antes de que abriera el Rancho Park, antes incluso de que César Manrique fuera César Manrique, muchos lugareños vivían de la sal.
Lanzarote no es una isla grande. Cuesta creer que llegaran a explotarse hasta 26 salinas. Vendían su producto a los veleros que recalaban en Playa Blanca en su camino a África o a las islas vecinas de Fuerteventura y Gran Canaria. La vida transcurría alrededor de la sal hasta que el hielo le arrebató la función de conservar el pescado. Los empresarios quebraron, cientos de trabajadores perdieron su jornal y el almacén estuvo abandonado 40 años. Hasta que, en los años 90 reabrió como restaurante chic con oferta de pescado fresco, camareros con chaqueta de color vainilla y pianista enfundado en smoking.
La historia que ocupa estas líneas transcurre unos años más adelante. Concretamente en 2012. Desde que el low cost aterrizó en Lanzarote, los turistas ingleses de barriga al aire, pinta de cerveza y pulsera de todo incluido se erigieron en la demanda. La demanda, así es la ley del consumo, determina la oferta y los supermercados cambiaron los botes de Fabada Litoral por latas de beans Heinz y los restaurantes Tandoori desterraron a las papas arrugás con mojo picón. El Almacén de la Sal cerró para reabrir como Asia Palace, un chino con pretensiones, en cuya carta conviven sin conflicto los dim sum, el Pad Thai y las bandejas de sushi.
Tres días después del cierre no quedaba rastro que evocara al Almacén de la Sal. Desapareció el mostrador de madera tropical, los butacones de enea y un esqueleto imponente de una barcaza salinera que colgaba del techo. Los antiguos propietarios vaciaron el local y, a la mañana siguiente, desembarcó una cuadrilla de albañiles formada por un capataz, tres oficiales y, al menos, una decena de peones
Fue entonces, en el momento de comenzar la primera jornada de trabajo, cuando ocurrió algo insólito. En el centro del solar, entre tuberías, planchas de Pladur y un trajín de hombres en camiseta, descubrí a una joven china. No aparentaba más de 18 años. Estaba sentada en una silla vieja de formica que imitaba torpemente la veta de roble. La espalda sin apoyar en el respaldo, los pies apuntando ligeramente hacia dentro, las manos sobre las rodillas y la mirada perdida detrás de unas gafas tintadas.
Mi curiosidad me obligó a sentarme un momento enfrente, en el muro del paseo marítimo, pero no observé nada reseñable. La joven permaneció inmóvil, estática, ajena al estruendo de martillo neumático, hormigonera y rotaflex, mientras los albañiles proseguían su trabajo con aparente normalidad.
Recuerdo haber leído sobre los métodos de control de trabajadores durante la Revolución Industrial. En aquellas fábricas surgió, en el siglo XVIII, la figura del capataz. Trabajar en una cadena de producción era agotador y muy monótono y los propietarios de los medios de producción descubrieron que era más rentable liberar a algunos trabajadores de la cadena productiva y darles el cometido de vigilar a sus compañeros. Los capataces eran los ojos del patrón. Impedían las pausas, mantenían la tensión en la plantilla y tenían potestad para amonestar e, incluso, despedir.
En tiempos de videocámaras me resultó chocante ver a una persona controlar en persona el trabajo de otros. Pero lo que me perturbó fue no apreciar ningún signo de interacción entre la joven centinela y sus custodiados. No advertí en ella una sola palabra, ni un gesto, ni siquiera un movimiento de cuello o una mirada dirigida a alguien en particular. Existen diferentes formas de no moverse pero, de todas las que he observado en mi vida, ésta era la más volátil. Aquella mujer era una presencia ausente.
Unas vacaciones de playa y niños no promete emociones fuertes. No pretendo con ello buscar una excusa pero aún me cuesta reconocer que me obsesioné con la joven de la silla durante aquellas vacaciones. A pesar de estar lejos de la edad de jubilación, gasté aquellos días de verano como un anciano urbano, supervisando la obra y a su joven guarda. Cada mañana interrumpía unos minutos mi caminata diaria para realizar, delante del local, cinco minutos de estiramientos. Tras la jornada de playa, con cuatro niños pequeños, siempre surgía un pretexto para acercarnos al pueblo. A la altura del Almacén había una heladería muy concurrida y aprovechaba el tiempo de hacer cola para vigilar a la vigilante.
Durante aquellas dos semanas no fui testigo de ningún hecho memorable. No le vi abrir la boca, coger un libro o ir al baño durante el tiempo que duró la obra. Sólo permaneció ahí, sentada, ocho horas al día, sin apoyar la espalda en el respaldo. Los pies apuntando ligeramente hacia dentro, las manos sobre las rodillas. La mirada perdida detrás de sus gafas tintadas.
El único suceso que se escapó de la rutina ocurrió un martes. Llegué por la mañana dispuesto a estirar los gemelos, cuando comprobé que no estaba. Me asusté. ¿La habrían requerido en otra obra? Vi su velo azul, posado sobre la silla para proteger del polvo el asiento de formica, y aplacó mi ansiedad. Achaqué la ausencia a algún inconveniente pasajero. Aún así, olvidé premeditadamente comprar unos tomates de ensalada y ese mediodía, me escapé a por ellos y a echar un vistazo. No apareció durante todo el día y aquella noche compartí con mi almohada un miedo irracional a no saber nada más de ella. El miércoles la encontré en su sitio y me alegró constatar que no era un maniquí o un holograma.
No puedo confirmar si el Asia Palace consiguió abrir sus puertas antes de la fecha prevista pero, por el ritmo al que se trabajaba , apostaría a que sí. Escuché a algún vecino elogiar los métodos del propietario. Así, decía, China se comerá en una década a la indolente Europa. Desistí de replicar que vigilar a los trabajadores puede considerarse una práctica coactiva porque dudé de si se podía aplicar a una mujer que estaba sin estar. La presencia de la joven era más discreta que la de una videocámara y hace años que las empresas tienen permiso para grabar a sus empleados sin informarles del fin concreto.
Así pasaron aquellos días de familia, sol, divagaciones y espionaje. Llegó el día de la partida y me las arregle para escaparme hasta el Almacén de la Sal antes de tomar el taxi hacia el aeropuerto. Cuando llegué la obra estaba vacía. Por alguna razón que se me escapa, ese día habían terminado la jornada antes de lo previsto y no iba a poder despedirme. La busqué con la mirada, rodeé la manzana a paso rápido y comprobé que, por una puerta que daba a un callejón lateral, abandonaban el solar algunos albañiles rezagados. Ni rastro de ella. Hasta que, de pronto, surgió de la nada. Después de quince días, por primera vez le vi moverse. Caminaba, decidida, marcando cada paso con aplomo, como si quisiera dejar claro que no necesitaba ese bastón.
De todas las conjeturas que me hice aquel verano, en ningún momento se me ocurrió pensar que aquella chica podía ser ciega. Siete años después he vuelto a Lanzarote a pasar unos días. Esta tarde, antes de cenar, me he asomado al gran ventanal del Asia Palace. En el lugar donde se sentaba la joven china está cenando un grupo de turistas anglosajones, dispuestos alrededor de una plancha TeppanYaki. Un chef de ojos rasgados cocina frente a ellos. Con ayuda de una espátula, les lanza trozos de bistec que los comensales engullen al vuelo.
Foto.- Green Wood.- Londres. Diciembre 2008.
Me encanta el artículo, y sobre todo tu última respuesta.
Muchas gracias, Itziar.
Gracias
Hola. Estoy preparando un álbum cuyas letras se basan en historias extrañas, tipo la del hombre que nació una hora tarde. Este relato corto de La Silla sería más que perfecto para una letra.
me alegro de que te guste, juanjo.
no sé si es más extraña la historia, la joven china o el voyeur estival.
¡ abrazo !
¿Es una historia totalmente real?
No. Es cierto que cambiaron El almacén de la sal por un asiático. Es cierto que vi en una ocasión a una joven oriental sentada en medio de la obra controlando el ritmo de trabajo de los albañiles ( de rasgos occidentales ). Todo lo demás es ficción.
Saludos y gracias por leer.
guille