Cenicero
18.12.2016

 

flowers

Si pudiera señalar en el calendario el momento en el que perdí la primera capa de inocencia diría que fue en aquella clase de pretecnología, palabra que algún Plan de Estudios inventó para dar lustre a la asignatura de Manualidades. Tenía 8 años y faltaba una semana para San José. Llegué a clase con una fajo de sobres usados, un trozo de tela de fieltro y un plato de postre de vidrio transparente. No recuerdo si Duralex o Arcoroc.

Sumergí los sobres en agua para disolver el pegamento de los sellos y los sequé entre hojas de periódico. Pegué los sellos en la base del plato, con cola transparente Ebro, de tal forma que las imágenes se vieran a través del vidrio. Rematé la base cubriéndola con el fieltro verde y recortando los trozos de sello que sobresalían. Saqué un 7.

Hoy resultaría chocante que un profesor de primaria enseñara a sus alumnos a hacer un cenicero como regalo para el Día del Padre. A nosotros no nos pareció extraño en un tiempo en que Don José se fumaba un paquete de Ducados cada mañana de clase. Lo que no conseguí entender es porqué debía regalar el cenicero a mi Tío Shanti. Primero, porque nunca le vi fumar pero, sobre todo, porque yo no era su hijo. Paradojas de crecer sin un padre.

Recuerdo aquel cenicero cada vez que llega Navidad, cuando salgo de compras y me sorprendo a mí mismo buscando regalos innecesarios, un paquete con lazo, un aprobado en la asignatura, para mis seres queridos. Y sin embargo, sé de qué hablo, lo más valioso que se puede regalar a un hijo, o a un padre, no tiene precio.

Un poco más de tiempo juntos.

 

 

Publicado en El Diario Vasco el Domingo, 11 de Diciembre de 2016.

Foto.- Flowers. Soho, NY,. 2015.

 

 

 

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